Por Eduardo Anguita Tiempo Argentino |
El multimedia medieval dispara contra "los que salen de la cárcel" para participar de actividades culturales.
En mi barrio dirían que el discurso inquisitorial siempre fue y sigue siendo "un modo de enroscarle la víbora a la gilada".
La frase pertenece a uno de los tipos que más sabe de Derecho Penal en la Argentina y sirve para no caer en la trampita planteada por el Grupo Clarín en estos últimos cuatro días.
Eugenio Raúl Zaffaroni, de él se trata, sin perder el rigor académico, recurre a una metáfora popular que viene de perillas para responderle a la intoxicada visión de Clarín.
Los apóstoles de Héctor Magnetto pretenden que, para hablar de políticas criminales y resocialización de personas privadas de libertad, la sociedad disfrute del linchamiento mediático tanto de los procesados y los condenados como también de las autoridades a cargo del Servicio Penitenciario Federal.
Desde el domingo pasado, el multimedia medieval dispara contra "los que salen de la cárcel" para participar de actividades culturales.
Al principio, con el inverosímil argumento de que el SPF los llevaba a actividades culturales ("actos políticos" los llama Clarín como si un lector compartiera la demonización que implica ese concepto) "sin permiso judicial".
De nada sirvió para Clarín que al día siguiente se invalidara el argumento con las copias facsimilares de las autorizaciones correspondientes.
Siguieron adelante con su campaña porque, en realidad, no les importan los hechos sino la percepción social. Y por supuesto desprecian la percepción social de la verdad.
Al respecto, es interesante notar que periodistas y editores de estas notas no son los únicos que saben que los chivos expiatorios fueron fundantes en sociedades primitivas y también en las sociedades actuales.
Zaffaroni cita a René Girard, un filósofo francés que es punto de referencia en estos temas: "El sistema penal tiene por función real canalizar la venganza y la violencia difusa de la sociedad. Es menester que las personas crean que el poder punitivo está neutralizando al causante de todos sus males."
El subrayado es del autor de estas líneas y viene a cuento de que la única línea argumental en que se apoya esta campaña es el odio visceral y ancestral. No hay un solo argumento que se apoye en una lógica inscripta de defensa de la seguridad individual ni en la vulneración de las instituciones democráticas.
Para empezar, Clarín bate el parche con dos casos que, supone, van a generar la ira social. Uno es una persona condenada por la muerte por quemaduras de su pareja y la otra es una persona condenada por la muerte de un adversario en una misma facción de simpatizantes de un club de fútbol.
Nótese el cuidado en las palabras elegidas en esta nota. Y no es por tilinguería. Simplemente se trata de evitar calificativos que se sumen al linchamiento mediático de quienes fueron a una actividad extramuros.
En primer lugar, si la preocupación es entender la lógica de los motivos de las condenas por homicidios, ¿cuántas veces se advierte que los homicidios culposos por disputas familiares, afectivas o de vecindad son más que los homicidios en ocasión de robo o por venganza? ¿Y cuántas veces se advierte que la violencia en el fútbol requiere una mirada social y una cantidad de medidas preventivas para reducir los enfrentamientos facciosos y los negocios que se esconden debajo de las banderas del club?
Por supuesto, la operación intelectual que requiere esta reflexión no sirve para canalizar la venganza y la violencia difusa de la sociedad. Sin embargo, tanto costó –y cuesta– construir espacios institucionales de democracia que sería cobarde renunciar a estas consideraciones de apariencia abstracta frente a los "hechos concretos".
El problema es que, si se elude la mirada demonizadora, puede verificarse que el relato de Clarín no tiene nada de concreto: se apoya en algo abstracto y difuso como la supuesta complicidad social de que "es preciso extirpar al criminal".
Por el contrario, las políticas de tratamiento y reinserción de personas privadas de libertad son tremendamente concretas. Complejas de digerir para sociedades intoxicadas pero concretísimas para quienes están compartiendo esos dos lados del mostrador que son la tarea penitenciaria y la obligación de cumplir una penitencia.
LOS DEMONIOS
Ni en los tiempos de la feroz dictadura cívico-militar –en la que Clarín logró cambiar silencio por sangre y quedarse con una parte importante de Papel Prensa– se destituyeron los institutos de la libertad condicional y las políticas de readaptación social de detenidos.
Eso, por supuesto, en la letra, porque en la práctica las cárceles fueron campos de exterminio o de intento de la destrucción de la condición humana.
El psicólogo y militante revolucionario desaparecido Carlos Samojedny dejó un trabajo imprescindible para entender las prisiones de esos años en el libro Psicología y dialéctica del represor y el reprimido – Experiencias en la unidad carcelaria 6 de Rawson.
Si bien el texto retrata lo sucedido en una población de presos políticos, sirve para entender el concepto de gran campo de concentración con el que regían los destinos del país quienes gobernaban. Todo tenía que suceder en las catacumbas; quienes circulaban por las calles no debían registrar nada. Todo era una gran ficción: los vecinos de la Escuela de Mecánica de la Armada tenían que hacer caso omiso de que vivían frente a una fábrica de torturas y muertes.
Los ejemplos podrían seguir y resultan casi innecesarios para una sociedad que recupera el sentido de la justicia. Pero hay un elemento que no puede desdeñarse: los lectores de Clarín –y de toda versión audiovisual o gráfica– debían ser cómplices de esa gran perversión de que sólo el silencio era saludable.
Ahora los lectores de Clarín deben acompañar en sus lecturas a los supliciados en la arena mediática del mismo modo que lo hacían los pobladores de la antigüedad y del medioevo debían hacer con los condenados: tirarles piedras mientras iban al cadalso y quedarse extasiados en la plaza pública en el momento en que todo el poder del Estado se descargaba en el hacha del decapitador.
El filósofo Michel Foucault cuenta cómo nacen las primeras prisiones. Lo que para unos es un avance de la sociedad de derecho o un respeto a la condición humana, para otros no es más que la privación de canalizar la venganza y la violencia difusa de la sociedad.
Mientras que para los defensores de la Constitución y los Derechos Humanos, las prisiones deben ser sanas y limpias y no para castigo, para otros resulta la imposibilidad de revivir ese ritual de ver a un enemigo difuso descuartizado.
En la Argentina hay alrededor de 60 mil personas privadas de libertad. Hay un debate más de fondo respecto de si las cárceles pueden o no –por su naturaleza punitiva y de castigo ejemplificador– colaborar para que una persona sea mejor una vez que sale de una cárcel.
Existe toda una maquinaria que tiene por función contribuir a ello. Las salidas temporarias o eventuales de quienes cumplen una condena son institutos existentes en todo el mundo. No son un invento del Vatallón Militante para desgracia de Clarín.
Se supone que son una oportunidad no sólo para quienes están presos sino también para quienes reciben a los presos.
En ese sentido, no es una tilinguería hablar de "actos culturales", porque por su naturaleza, la música, la poesía, el teatro o un debate sobre historia ayudan a que cada cual –presos en salida temporaria y personas libres– puedan reconocerse y dialogar no sólo entre ellos sino con sus propios fantasmas, con sus propios inquisidores y decapitadores.
Encontrarse mano a mano con la complejidad de la condición humana no es un hecho físico sino cultural.
Para finalizar, quien escribe estas líneas conoció por muchos inviernos muchas cárceles. Como la totalidad de los militantes que lograron recuperar la libertad, este cronista jamás pudo salir de una cárcel por un rato para asistir a un acto cultural.
Desde ya, diría cualquier incauto, lo primero que hubiera intentado era fugarse. No se equivoca: la vida de las instituciones de aquel entonces tenía como la mejor oferta posible volver a luchar para terminar con las injusticias. Y luchar de la forma que se pudiera y a riesgo de lo que fuera.
De lo que se trata ahora es de hacer una sociedad en la que nadie se chupe el dedo. Es decir, una sociedad en la que no se haga desaparecer a las personas sino que se las interpele y se las acepte tal como son. Y que esa sociedad tenga claro que la reinserción de quien fue condenado es un desafío muy grande.
Por suerte para todos, hay gente valiente que asume los desafíos.
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