domingo, 29 de agosto de 2010

¡Es la política, estúpido!

Por Hernán Brienza







Nada. No significa nada. Ni la excelente investigación que publicó este diario sobre la compraventa de la empresa Papel Prensa ni la impecable presentación del informe que realizó el martes la presidenta de la Nación. No importan ni Clarín ni La Nación, ni los Graiver ni los Papaleo. Ni el caso Papel Prensa, ni las líneas que estás leyendo esta mañana de domingo. Es decir, todo lo que ocurrió esta semana son apenas anécdotas dentro de esta larga historia en la que los grupos mediáticos concentrados y los acumuladores de riqueza de este país les mapearon la vida a los argentinos. Digo que no significa nada si mañana o pasado todos nos vamos a olvidar de las formas en que, desde la última dictadura militar, es formateada y secuestrada la voluntad y la conciencia de millones de personas. Porque esta semana quedó claro: se opera la información, se deforma, se engaña y se miente con el único objetivo de mantener las riendas del poder (ya veremos de qué poder hablamos).

Yo, que soy un poco cínico –en el sentido griego del término-, miraba en la redacción – a Roberto Caballero, a Cynthia Ottaviano y a Juan Alonso, la noche anterior a la tapa en que se denudó como mentía Isidoro Graiver, y juro que transpiraban periodismo. Entre empanadas y vino tinto, iban y venían, se preguntaban por las convicciones, por metodologías, discutían por sinónimos, por calificativos. Juan, por ejemplo, estaba convencido de que a veces “hay que apostar todo lo que uno creyó a lo largo de 40 años en una sola noche”. Y yo, que estaba tratando de escribir mis 2200 caracteres, formaba parte, contra mi voluntad, claro está, de esta célula dormida de la secta del teclado y el coraje. Y los admiraba. Porque si queda algo digno de admirar en estos tiempos de confusión, de todos contra todos, de especulaciones, de frialdades innecesarias, es, quizás, la valentía personal, o mejor dicho, la valentía de grupo, que es todavía mucho más esporádica que el arrojo solitario.

Los tres rondan los 40 años. Pertenecen a una generación domesticada por la dictadura militar que les implantó el miedo en los colegios –algo así como la glándula del terror que llevan cerca del corazón los Manos de El Eternauta–, luego han sido disciplinados por el mercado en la época de la brutal desocupación menemista; y mientras todo eso ocurría fueron bombardeados constantemente por los medios de comunicación que avanzaban hacia un concentración de poder feroz –que se inició durante los años sangrientos de Jorge Rafael Videla y José Martínez de Hoz (Papel Prensa mediante) y se profundizó durante la fiesta del remate de los años de Domingo Cavallo. Uno podría decir que pertenecen a la generación a la que le secuestraron la conciencia, es decir, intentaron clavarle en la nuca el teledirector que los Manos le insertaban a los hombres-robots. Y sin embargo, esa noche estaban allí, desafiando a los Ellos sólo con un tecladito y un grabador como únicas armas.

En los últimos 40 años, la Argentina se diagramó a gusto de los acumuladores de riqueza. Tuvieron el poder político –el imperio militar–, la propiedad de los recursos económicos e intelectuales orgánicos para darle legitimidad y consenso. Nada más parecido a la hegemonía gramsciana que eso. Fueron tan pero tan poderosos que la sociedad argentina nunca sabía quiénes eran ni cómo actuaban. No se daba cuenta de ese dominio. Recién ahora ese bloque histórico se está resquebrajando: por las grietas y filtraciones se comienzan a ver sus mentiras, sus intenciones, sus intereses. Y los diarios La Nación y Clarín han demostrado la peor de sus caras: con el testimonio de Isidoro Graiver probaron hasta dónde son capaces de llegar. ¿No van a pagar ningún precio? ¿No van a hacer un “mea culpa” público?

Nada de esto es significativo respecto del disputa que se avecina. La “patria del suceder” –como la llamaba Leopoldo Marechal– está cambiando su piel. En este año del Bicentenario, dos Argentinas se enfrentan. Por un lado, la diagramada por la dictadura militar, por las corporaciones y los monopolios; la que cree que la economía está por encima de la voluntad popular y llena los gobiernos de tecnócratas sin ideas, de funcionarios obscenos, y los diarios de periodistas “independientes”. Por el otro, hay una Argentina que replica las ideas de Mayo de 1810: democratizar, multiplicar, horizontalizar. Ese es el espíritu Bicentenario, desmediatizar la política, llenarla de contenido, desmonopolizar la comunicación, redistribuir la riqueza, aumentar la participación del pueblo en la toma de decisiones, tomar conciencia de que es el ciudadano con su voto el que construye el gran relato nacional y no los diarios –como se jactaba Mariano Grondona– los que imponen su agenda. En última instancia, la cuestión es –como bien se canta en las marchas y manifestaciones– “quién dirige la batuta / si el pueblo unido / o algún otro hijo de puta”. Esta es la pelea de fondo.

Por primera vez en muchos años, los números macroeconómicos están en regla: superávit fiscal, balanza comercial positiva, inflación controlable, dólar manejable, crecimiento sostenido. La Argentina no estaba acostumbrada a eso. Siempre había un “huracán económico” que casualmente disciplinaba al ciudadano de a pie y generaba millonarios negocios para algunos pocos. Recién ahora los argentinos podemos discutir qué tipo de democracia queremos. Y la línea divisoria no es si se es kirchnerista o antikirchnerista, peronista, radical, socialista, de derecha o de izquierda. El compromiso es con el país que debería ser sepultado o con el que debe llegar.

Por eso hubo políticos de distintas extracciones como la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, Ricardo Alfonsín, Hermes Binner o Martín Sabbatella, por nombrar algunos, que enfrentaron y se separaron de los principales voceros de la Argentina concentrada y monopólica. Y por el otro, aquellos que se han convertido en poco menos que empleados del Grupo Clarín como Elisa Carrió, Patricia Bulrich, Ricardo Gil Lavedra o Fernando Pino Solanas, entre tantos que salieron a respaldar la operación que Héctor Magnetto realizó con Isidoro Graiver.

La pregunta que nos debemos hacer para separar la paja del trigo es: ¿qué políticos intentan representar –en mayor o menor medida y con sus distintos matices e ideas– al “pueblo argentino”, como dice la Constitución Nacional, y quiénes sólo representan –aún con discursos florentinos y frases pomposas– el interés de la Sociedad Rural, la AEA, la UIA y los diarios La Nación y Clarín? ¿Los argentinos queremos que nos representen los políticos –aún en esta democracia delegativa insuficiente– o ya estamos entregados a que nos ninguneen y nos tomen de rehenes los gerenciadores de los grandes grupos económicos?

Ya no es la economía el gran problema de los argentinos, por suerte, y quizás nunca lo haya sido. Sólo los estúpidos o los malintencionados –parafraseando al ex presidente estadounidense Bill Clinton– no se dan cuenta de que la cuestión vital para el futuro de un país es, simplemente, la política. Y me refiero a la política, como mediación, como consenso, como diálogo, pero también como conflicto. E incluyendo a los políticos de hoy, nacidos de lo mejor y de lo peor de nuestro pueblo. El resto es el mundo de lo “apolítico”, de la desidia, en el mejor de los casos, o de lo “impolítico”, con su doble cara: el autoritarismo ansioso, por parte de “la gente” que mira pasivamente la televisión, y la transformación del manejo de lo “público”, el Estado –ese “modo de estar de un pueblo” schmittiano–, en un coto de caza donde la “decisión” pertenece a los empresarios. Poder es decidir, como sugiere Carl Schmitt en su libro El concepto de lo político.

Por primera vez en muchos años –anotaría como antecedentes el primer gobierno de Perón, esos febriles meses de 1973 o la primavera alfonsinista– lo que se discute en esta argentina, aún en forma deshilachada, a veces con mayor o menor intensidad y profundización, es quién dirige la batuta, si una mayoría sustantiva y protagonista o alguna corporación económica a la que la rima barbárica le calce perfecto.

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