Por Hernán Brienza |
Los aportes más valiosos de Kirchner a la política argentina
Análisis del legado del ex presidente, al cumplirse un mes de su muerte
Renovó la democracia e impuso un verdadero cambio de paradigma. Con un estilo desacartonado, rescató el valor de la militancia, enfrentó a los más poderosos y tuvo la lucidez de sentirse, en todo momento, un tipo común.
Apasionante… Es apasionante”, repetía Néstor Kirchner como un autómata. La anécdota la cuenta un intendente santafesino. Promediaba el año 2008, el más duro y difícil en lo que va del proceso del peronismo kirchnerista. Los intendentes y demás operadores políticos se miraban unos a otros. La Mesa de Enlace de los representantes de las organizaciones patronales del campo todavía intentaba desestabilizar al gobierno de Cristina Fernández. Ya habían pasado los 50 días del brutal lock out, ya había sido desabastecida Buenos Aires, y los precios de los alimentos comenzaban a espiralarse.
Los intendentes peronistas se despegaban de a poco del gobierno nacional y él, detrás de la escena política, trataba de atar lo desunido, de contener la diáspora, de enhebrar las filas para enfrentar el Waterloo que parecían las elecciones de 2009. Y él estaba allí, en el centro de la reunión, diciendo: “Es apasionante, la política es apasionante”, mientras los demás se agarraban la cabeza. Ese músculo tenso, esa pasión, esa ferocidad de la acción era Néstor Kirchner. Era política pura, pragmatismo y estrategia, pero no era cultor de un pragmatismo cínico y desideologizado. Ayer se cumplió un mes exacto de su muerte y las fechas redondas, por mínimas que sean, obligan a un caprichoso repaso de sus presencias y sus ausencias.
Decir que Néstor Kirchner partió la política en un antes y un después no significa absolutamente nada a esta altura. Es una verdad tan evidente como innecesaria de pronunciarse, pero creo que es interesante comenzar a analizar, desgajar, desmenuzar qué fue exactamente lo que aportó el ex presidente a la sociedad argentina.Kirchner entró como un ventarrón patagónico renovando a la democracia argentina en casi todos sus aspectos: introdujo un cambio de paradigma a) estético, b) ético, c) ideológico y d) político.
Repasemos.
a) Era alto, flaco, desgarbado, con mirada estrábica, narigón, sudaba a mares, vestía por fuera del protocolo, tenía movimientos espasmódicos con las manos, pronunciaba mal las eses. Nada más alejado del perfil estético que habían intentado implantar en los noventa Carlos Menem, con su “berretismo fashion” a fuerza de implantes capilares y aguijonazos de avispa, y de los trajes lustrosos con pañuelito de seda en los bolsillos que usaban los funcionarios menemistas. Tampoco utilizaba esas camperas cardón de carpincho tan sojeras que caracterizaban a Fernando de la Rúa, ni echó mano a los publicistas de moda para que le aconsejaran usar lentes sin marcos o repetir frases como “qué lindo es dar buenas noticias”. Nada de eso. Allí estaba el feo de Kirchner siendo como era. Jugando con el bastón de mando en la asunción. Escapándole a la formalidad como quien sabe que las convenciones son el refugio de los inseguros, de los mediocres.
En términos estéticos, Kirchner era subversivo. Cuestionaba el orden y la lógica hollywoodense de la estética política. Y decía, proclamaba, algo interesante para analizar: identificaba, representaba, no a los ganadores, a los lindos comunes de Punta del Este, sino a los transpiradores, a los bizcos, a los mal vestidos, a los gordos, a los feos, a esa inmensa romería de tipos comunes que son tiranizados constantemente por las pautas estéticas de la televisión fashion.
b) Kirchner, de alguna manera, trastocó también la lógica de la ética política. Pivoteó entre la ética de la convicción y la ética pragmática –que rebota como bola de flipper entre la responsabilidad y la conveniencia–, pero por sobre todas las cosas construyó una moral personal que está presente en muy pocos hombres públicos. Nadie en su sano juicio puede analizar la política bajo el imperio de los valores morales. Eso lo sabe hasta la diputada Cynthia Hotton. La administración del poder es siempre injusta, deja heridos, mancha. El poder se basa también en la circulación de recursos, por lo tanto, tampoco se puede pedir asepsia en esa circulación. Pero en Kirchner el orden de prioridades estaba invertido. No era la financiación lo sustantivo en su accionar. Para él lo más importante era la construcción política, lo “apasionante”. Su accionar era un pragmatismo estratégico con un “nosotros”, no era el oportunismo cínico y vaciado de contenido de los años noventa.
Hacer política fue sustancial para él. Tanto que operó y operó hasta las dos de la mañana del 27 de octubre, cinco horas antes de su muerte. En esa obsesión hay un mensaje: no es la riqueza personal ni la ambición de poder la quimera a seguir. Se trata simplemente del disfrute de “entregar la vida” –no en términos setentistas, claro– por la política.c) Tras el festival fukuyamesco del fin de la Historia y la muerte de las ideologías, la aparición del kirchnerismo como emergente de esa nueva corriente latinoamericana –con las experiencias de Hugo Chávez, de Evo Morales, de Lula da Silva, de Rafael Correa, cada una con sus profundizaciones diferentes– que podría caracterizarse como un neonacionalismo popular y americano que tiene al intervencionismo estatal como su herramienta de transformación y de inclusión social que hace frente, en menor o en mayor medida, a las corporaciones y a la lógica del mercado capitalista. Kirchner basó su liderazgo frente a la sociedad a través de la confrontación ideológica, ya no en términos de grandes relatos, pero sí en función de decisiones políticas, más recostadas sobre un marco previo de ideas y valores que sobre la conveniencia estrictamente especulativa.
Nadie en su sano juicio puede decir que Menem y De la Rúa no tuvieran, por ejemplo, una clara adscripción al neoliberalismo, pero a diferencia de Kirchner, no lo hacían explícito, se refugiaban en la razón de Estado, el pragmatismo oportunista y la ética de la responsabilidad para enmascarar sus propias ideas y su sujeción ideológica a las directivas del FMI y a los preceptos del Consenso de Washington. Allí había una novedad: Kirchner creía que lo ideológico era una forma de legitimación política y la hacía rodar en el juego de la confrontación y el debate. Por primera vez en mucho tiempo, la Argentina, con el kirchnerismo, discutió ideas y política. A principios de los ’90, el neoliberalismo también planteó ideas, pero la hegemonía del pensamiento único fue tan abrumadora que anuló cualquier tipo de polémica. En la primera década del siglo XXI, en cambio, el discurso ideológico se instaló como agonía para filtrarse en las grietas que desmoronaban al neoliberalismo.
d) La primera cuestión es que Kirchner construía poder golpeando y negociando. Esa parecía ser su forma de acumular voluntades, de sellar acuerdos y legitimidades. La ferocidad era su principal herramienta y su caballo de batalla, aun en momentos de debilidad política como durante la asunción de la presidencia con el 22% de los votos. La pelea, la discusión, el debate, era la forma en que mejor se desenvolvía. Su legitimidad consistía en su capacidad para demostrar fortaleza ante quienes aparecían –y algunos lo eran– poderosos: los militares, la Iglesia, La Nación, el FMI, George W. Bush, Eduardo Duhalde, el Grupo Clarín. Su capital político era construirse a sí mismo como un “paladín” del pueblo, en términos simbólicos, y cierta práctica del coraje.
Kirchner huía para adelante. Lo demostró fundamentalmente cuando perdió las elecciones de junio de 2009. En el momento en que todos aconsejaban prudencia, moderación, racionalidad política, él salió de su escondite y fue por más. Enfrentó al Grupo Clarín y marcó la agenda de la oposición con la Ley de Medios, la Asignación Universal por Hijo y la Reforma Política. Y así recuperó la iniciativa política que podría haber perdido tras las elecciones legislativas.
Por último, Néstor Kirchner era un gran creativo de la política. Estaba no sólo todo el día administrándola sino también creando alternativas que sorprendieran y pusieran en jaque tanto a la oposición como a los aliados. Pero, incansable, no sólo se dedicaba al armado del poder. También tenía una gran experiencia en la gestión pública. Su experiencia como intendente y como gobernador lo había dotado de nociones básicas para comprender el funcionamiento de cualquier tipo de Ejecutivo. Guste o no, Kirchner sabía de economía, de gestión, de administración de los recursos del Estado. Por eso fue, sin dudas, el político más completo de las últimas décadas.
Escribir sobre Kirchner a un mes de su muerte no es fácil. Sobre él se ha instalado un mito que cubre, fundamentalmente, al propio Kirchner. No era perfecto, no era infalible. Querer convertirlo en un tótem es un error, excepto que se quiera ocultar algún abismo. No necesita del mito, porque por sobre todas las cosas era un rompedor de moldes y de mitos.
Un informal. Su característica personal era cierta alegría vital que le imprimía a su accionar. En algunos momentos, parecía que vivía de joda. Riéndose, cabeceando cámaras, abrazándose con la gente, todo desaliñado, transpirado. En algún punto le devolvió alegría a la política, pasión, con su muerte le dio vida. Difícil comprender a un mes qué significará su ausencia y qué dirá la Historia de él. Es posible que su principal virtud haya sido, como escribió José Pablo Feinmann en 2003, que era un tipo común, uno como nosotros. Allí radicó su fuerza política también. Nunca dejó de representar a una gran mayoría de imperfectos ciudadanos de a pie. En cierta manera, Kirchner nunca dejó de funcionar, simbólicamente, como un delegado.
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