Por Ilya U. Topper |
En el muro ponía con tiza
Quieren la guerra.
El que lo escribió
ya cayó en combate.
Este poema lo escribió Bertolt Brecht en 1939. Los tiempos han
cambiado: hoy ya no se muere uno por denunciar que quieren la guerra.
Puede repetirse mil veces, con tiza o en digital, y nadie escucha. Pero
ya que puedo, lo diré una vez más.
Quieren la guerra. El bombardeo de Gaza por parte de Israel no es un
intento de acabar con Hamás. Tampoco es un error estratégico. Tampoco
una reacción emocional desmedida. Ni siquiera una búsqueda de votos de
la ultraderecha. Es un intento desesperado de supervivencia de Israel.
Es un esfuerzo supremo de sembrar odio y garantizarse un ambiente lo
suficientemente hostil como para que mañana sigan saltando chispas,
muertos, cohetes, bombas. Para que nunca haya paz.
Israel no tiene otra opción: la paz se ha convertido en un peligro
mortal para este Estado. No tendría que haber sido así. Pero durante
décadas, sus dirigentes han llevado el país hacia un callejón sin
salida, un estado de excepción al que sólo la guerra continua puede dar
apariencia de normalidad.
De niño encontré en un libro escolar alemán sobre Geografía de los
años setenta un esbozo de las dos posibles soluciones del conflicto:
Convertir el territorio de la histórica Palestina en un Estado
“binacional” en el que todos los ciudadanos gozaran de los mismos
derechos, o bien establecer dos Estados, uno para los judíos y otro para
los palestinos, tal y como planteó la ONU en 1948, aunque llevándose el
bando judio un territorio sustancialmente mayor que el originalmente
adjudicado.
Curiosamente, el autor citado, israelí a juzgar por su apellido, se
permitía el lujo de añadir que no creía en ninguna de las dos
soluciones. Desde entonces he cavilado cuál era el futuro que sugería el
ensayista. Obviamente era el de mantener el conflicto sin resolver.
La primera solución, por la abogan numerosos palestinos, pero también
grandes intelectuales israelíes como Ilan Pappé, significaría el fin de
Israel tal y como fue planteado por el sionismo
hace un siglo: un hogar exclusivo (o casi) para judíos, o para lo que
las autoridades de ese Estado entiendan como “judíos”. Sería simplemente
un país más. Un país normal.
El sionismo fue un afán comprensible a finales del siglo XIX y
principios del XX, cuando estaban en boga las ideologías nacionalistas,
decididas a construir Estados con una única “etnia”, alemana, húngara,
turca, armenia, kurda… Que el mito bíblico de una descendencia genética
común del “pueblo” judío, míto comparable a la virginidad de María o la
existencia eterna del Corán, se encuadrara en este nacionalismo como si
fuera una realidad histórica, es una de las mayores paradojas de la
Historia; sería el mayor ridículo que haya hecho la humanidad, si sus
resultados no fueran tan sangrientos, si no se lo hubiesen tomado en
serio Hitler y sus secuaces.
Pero tras un siglo de doctrina sionista, esta convicción de necesitar
un “Estado judío” es tan arraigada que es imposible dar marcha atrás,
argumenta Uri Avnery, gran
camarada de Pappé en el Qué y gran adversario suyo en el Cómo. Queda la
otra solución, la biestatal, fácil, rápida, al alcance de mano, aprobada
por la comunidad internacional, por Estados Unidos, por la UE, por la Liga Árabe, por la Autoridad Palestina y, con ciertas reservas perfectamente superables, hasta por Hamas. De boquilla, incluso por Israel.
¿Por qué no se lleva a cabo, pues? ¿Por qué, en lugar de irse evacuando a los 250.000 colonos extremistas
de los Territorios Ocupados de Cisjordania, primer paso para devolver
una coherencia territorial a una futura palestina, el Gobierno de Israel
financia y protege, con enormes fondos y mayores despliegues militares,
estos asentamientos cuya existencia es un crimen de guerra según la
Convención de Ginebra? ¿Por qué Israel se niega en las negociaciones a
definir cuáles serán sus fronteras?
Porque el establecimiento del Estado palestino acabaría con la
guerra. Y es lo único que Israel no se puede permitir: renunciar a la
guerra.
Porque Israel no es un país normal. Ha elegido no serlo. Ha elegido
ser un país exclusivo para un colectivo que por imperativo religioso se
cree una “etnia” en lugar de saberse un colectivo religioso. Y que de
tanto confundir etnia con religión, biología con biblia, cromosoma con
dios, ha acabado bifurcado en una teocracia agnóstica.
“¿Ves a éstos? Los de negro. No, a éstos nunca los monto en autostop.
Los odio. Muchísimo más que a… más que a los árabes no puedo decir,
porque a los árabes no los odio”. El viejo kibbutznik Uri hizo un
movimiento de mano hacia unos jóvenes en el arcén de la carretera,
vestidos de negro, con sombreros negros sobre los rizos de las sienes.
Ultraortodoxos. Haredim, se llaman en Israel.
Una secta nacida en la Europa oriental del siglo XIX, los haredíes
eran los mayores adversarios del sionismo agnóstico, pero una vez
establecido Israel fueron aprovechándose del atractivo económico de un
Estado dedicado a subvencionar a todo judío que quisiera asentarse en su
territorio. Tienen tanto en común con un israelí de Tel Aviv como un
talibán afgano con un alemán, salvo que no abogan por la lucha armada.
Por la lucha, sí: en sus barrios, nadie debe romper las normas que
consideran judías. Con una media de seis o siete hijos por familia, sus
barrios se extienden cada día, sobre una alfombra roja extendida por los
políticos que cortejan su fuerza de votos.
No habrá que esperar hasta dentro de medio siglo, cuando según la
curva demográfica serán mayoría. Mucho antes, numeroso israelíes laicos,
hartos de que se les escupa a sus hijas si no van con manga larga en
verano, se irán, primero de Jerusalén, luego del país. Tel Aviv quedará
como un gueto de laicos, un reducto de quienes se consideran los
herederos del sionismo verdadero, la ideología agnóstica, marxista, que
quiso crear un “nuevo judío” sin rezos ni sombreros. “En el kibbutz nos
duchábamos juntos chicos y chicas. Estos están poniendo playas separadas
para hombres y mujeres”, decía Uri. El que los haredíes se hagan con el
país fundado por quienes querían acabar de una vez por todas con los
rabinos y las sinagogas, es otro de los tristes chistes de la Historia.
Uri sacó una conclusión: “Si los árabes fueran listos, se quedarían
quietecitos unos años. Sin atentados suicidas. Entonces, sin esa
continua presión de un enemigo común, empezaríamos a ocuparnos de
nosotros mismos. Y nos daríamos cuenta de que nuestras sociedades son
irreconciliables. Estallaría la guerra civil”.
Este diálogo tuvo lugar en 2001. Desde entonces han cesado los
ataques suicidas. Cisjordania está quieta, aguantando en silencio los
crímenes diarios de los colonos – criminales de guerra según la ley
internacional – y sólo Hamas le daba un poco de esperanza a Israel, un
poco de la violencia cotidiana que necesita para sobrevivir. Hasta que, a
primeros de junio, se acabó lo que se daba: Hamas dio su acuerdo a un
gobierno de unidad palestina, sin exigir siquiera una participación
efectiva. La paz parecía a la vuelta de la esquina. ¡Alerta roja!
A todo eso, encima Irán, que tantas veces ha servido de
espantapájaros para la esquiva paloma de la paz, con media Europa
prediciendo por cuarta, quinta y sexta vez el ataque inmediato
e inevitable, está ahora tomándose cafés en Viena, con Bruselas
certificando una “buena atmósfera” en las negociaciones nucleares. La
situación parecía desesperada.
Nunca sabremos quién dio días después la orden de secuestrar y
asesinar a tres adolescentes israelíes en una carretera de Cisjordania,
rodeada por unidades militares israelíes. Sí sabemos que el Gobierno
israelí utilizó ese secuestro, ocultando que ya se había verificado la
muerte de los jóvenes, para construir una campaña de odio contra “los
árabes” que habría hecho sonrojarse a un fascista veterano y para lanzar
una campaña de detenciones, robos, saqueos y asesinatos por toda
Cisjordania. Sin éxito. Sólo tras un bombardeo aéreo que mató a siete
miembros de Hamas, por fin la milicia de Gaza empezó a lanzar cohetes.
¡Eureka!
Por fin, Israel pudo volver a afianzarse. Mesarse los cabellos por
estar obligada a “vivir bajo la amenaza yihadista”, invocar el “derecho a
autodefensa”, ponerle sirenas de alarma como música de fondo al
adoctrinamiento de los niños en los colegios y a las colectas de dinero
en Estados Unidos – done un búnker – , en fin, volver a respirar con
alivio.
Porque así funciona el círculo vicioso que mantiene con vida al
Estado, a sus elites políticas, a sus industrias armamentísticas, a sus
lobbies internacionales, a sus ciudadanos con tanta afición a la
ceguera: Israel mata a unos cientos de palestinos, suscita algunas
condenas internacionales, unas cuantas manifestaciones y con suerte,
editoriales en la prensa, y puede afirmar con orgullo que “todo el mundo
está en contra de Israel”. Y si todo el mundo está en contra de Israel,
evidentemente la culpa es del mundo que no soporta la existencia de
Israel y estará en contra de Israel para los siglos de los siglos, amén.
De manera que toda cosa llamada Naciones Unidas y toda convención de
Ginebra no son más que ardides para acabar con Israel, así que no
cumplir con nada de lo que digan es la única vía recta para el pueblo
elegido.
Lo del pueblo elegido sólo lo dicen los rabinos, desde luego. Los
ministros se contentan con invocar la divinidad del “antisemitismo”, en
cuyo altar se sacrificarán cientos de niños palestinos. Porque sólo el
Antisemitismo, con mayúscula, es lo que justifica la existencia de un
país declarado “hogar judío”.
Si este círculo vicioso se rompiera, se podría descubrir que en el
último medio siglo, el mundo ha aprendido a prescindir de mitos bíblicos
y que el concepto de un Estado “étnico” no es acorde a la Carta de
Derechos Humanos. Que los fundamentos del sionismo – la ficción bíblica
de que un tal Dios prometió a “los judíos” una tierra situada entre
Jordán y Mediterráneo, y su derivado seudocientífico de un “pueblo
judío” dispersado desde esta tierra por el resto de países – no son más
que una estafa. Que Israel es un anacronismo.
Claro que la existencia de Israel se justifica, desde el punto de
vista del derecho internacional, simplemente con su existencia: sería
contrario a los derechos humanos de sus ciudadanos si alguien quisiera
forzarles a disolver su Estado. Pero Israel no puede permitirse el lujo
de reconocer el concepto de derechos humanos mientras insista en otorgar
más derechos a un neoyorquino con abuela judía que a un nativo que no
tenga abuela judía.
Tal y como está planteada ahora, Israel es un Estado imposible,
porque sus ciudadanos no son quienes lo habitan sino quienes son
afiliados de una religión determinada, aunque no se la crean siquiera.
Es decir, sus ciudadanos son personas de todo el planeta siempre que así
lo definan los rabinos de Israel: una especia de teocracia cósmica.
Esta paradoja quedará en evidencia y quedará en ridículo al firmarse
la paz. Israel tendría que reinventarse como país democrático, es decir,
renunciando al sionismo como ideología oficial. Algo que es más difícil
con cada día que pasa, cada día en el que se adoctrina a los niños en
el colegio, se les enseña a adorar las armas y saberse el pueblo
elegido. De manera que el círculo vicioso ha de seguir.
Pero nadie se puede bañar dos veces en el mismo río de sangre y nada
en el cosmos descríbe círculos: todo avanza en espiral. Una espiral de
violencia que con cada nueva vuelta tendrá que ir a más para producir el
mismo efecto de rabia, furia y odio en el resto del mundo y el mismo
nivel de nacionalismo fanático entre sus ciudadanos, rodeados – eso
creen – de hordas antisemitas. Entre ese nacionalismo fanático armado,
dispuesto a quemar vivos a “los árabes”, y el fanatismo religioso de los
haredíes, dispuesto a borrar a las mujeres hasta de las fotografías, se
halla el futuro de Israel.
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